Texto: Josefina Salomón Fotos: Patricio A.Cabezas
Es casi la hora del almuerzo y el amplio pasillo central del Centro Universitario San Martín (CUSAM), una universidad del estado de Buenos Aires, se llena.
Hay gente que entra y sale de las aulas. Algunos estudiantes se apresuran a comer algo rápido. Otros se reúnen en el despacho del director para debatir la situación del sistema educativo argentino.
Si no fuera por las altas vallas coronadas con alambre de púas o los múltiples controles de seguridad, el CUSAM podría parecer cualquier otro centro de enseñanza superior.
Pero el CUSAM se encuentra dentro de la prisión de San Martín, un centro de máxima seguridad situado a una hora de la capital argentina.
Allí, los hombres y mujeres encarcelados -así como el personal de la prisión- asisten a clases presenciales afiliadas a la Universidad Nacional de San Martín, una institución pública con sede cerca de la cárcel. Incluso pueden obtener títulos en sociología y trabajo social.
“Esta es como cualquier otra universidad, la diferencia es que está ubicada dentro de una cárcel”, dice Matías Bruno, profesor de la Universidad Nacional que trabaja en el CUSAM.
Pero a medida que la población carcelaria en Argentina aumenta y la inversión en educación pública disminuye, expertos como Bruno temen que cada vez se dediquen menos recursos a la formación de personas que se encuentran privadas de su libertad.
Ese temor se ha acrecentado desde que el Presidente libertario Javier Milei asumió el cargo en diciembre. Como parte de su programa de reducción del gasto público, Milei ha planteado la idea de privatizar el sistema penitenciario del país y construir nuevas instalaciones para albergar hasta 6.000 personas.
Sin embargo, las historias de muchas de las personas que pasaron por instituciones como el CUSAM simbolizan el potencial de los programas de educación, y la necesidad de mayor inversión.
Waldemar Cubilla sólo tenía 14 años cuando fue detenido por primera vez.
Nacido en La Carcova, un asentamiento informal construido junto al mayor vertedero a cielo abierto del país, Cubilla creció durante una de las peores crisis económicas de Argentina.
Era finales de la década de 1990 y el país se había sumido en una profunda depresión económica. En cuatro años, la economía se contrajo casi un 28%. Muchas fábricas cerraron y la pobreza explotó. Los bancos prohibieron a sus clientes acceder a sus cuentas.
Como muchos habitantes de La Carcova, Cubilla sobrevivió buscando cosas para vender o comida entre el basural. Finalmente recurrió al robo, junto con otros adolescentes del barrio.
Pero, a pesar de todo, Cubilla seguía yendo a la escuela, encontrando consuelo en el aprendizaje.
“Siempre le gustaron los libros”, dice Gisela Pérez, su compañera y madre de sus dos hijos. “Sabía que estudiar era la forma de cambiar su vida, pero las cosas eran difíciles y se metió en la delincuencia. En su mochila siempre llevaba una pistola y un libro”.
A los 23 años, Cubilla ya había sido detenido dos veces por robo a mano armada. La primera vez, cuando tenía 14 años, le costó un mes en un centro de menores. La segunda, pasó cinco años en una prisión de máxima seguridad.
“La prisión tenía una pequeña sala donde quienes querían estudiar Derecho podían acceder al material de lectura y luego presentarse a los exámenes”, explica Cubilla.
Cuando terminó el secundario convenció al director de la prisión para que le permitiera estudiar Derecho también.
“No teníamos profesores, pero por lo menos era algo”, dice Cubilla, dice con una sonrisa. “Terminaba la escuela a la mañana y a la tarde me dejaban leer los libros de Derecho. Estaba bueno porque aprendía y podía pasar tiempo fuera de mi celda”.
Cuando fue liberado en 2005, Cubilla se matriculó en una universidad privada para terminar la carrera de Derecho. Pero el dinero escaseaba, y volvió a lo que sabía: robar autos para mantener a su familia y pagar la cuota de la universidad.
“Era raro vivir en esos dos mundos: el de la delincuencia y también ser universitario”, recuerda.
Esa doble vida, sin embargo, no duraría mucho.
La tercera vez que fue detenido, Cubilla fue enviado a una nueva prisión cerca de su casa.
La Unidad 48 de San Martín se había instalado en un edificio que había estado abandonado durante mucho tiempo.
Cubilla, un hombre enérgico, musculoso y de pelo corto y oscuro, entonces tenía unos veintitantos años. En la nueva cárcel se encontró con otros presos que conocía y descubrió que ellos también querían estudiar.
“Había muchos que no sabían leer ni escribir”, recuerda. “Recibían documentación sobre sus casos y no podían entender lo que estaba escrito, así que era importante hacer algo”.
Cubilla juntó sus libros y decidió empezar a enseñar a leer, eso llevó a que pidieran al director de la cárcel que les dejara abrir una pequeña biblioteca.
“Al principio, la idea era tener una biblioteca, sólo un espacio para leer y aprender”, cuenta Cubilla. “Luego nos dimos cuenta de que podíamos hacer más”.
Lo que inspiró a Cubilla fue una tradición de programas universitarios gratuitos que se imparten en las cárceles argentinas.
Al igual que otros países, sobre todo de Europa y Norteamérica, Argentina empezó a introducir la enseñanza superior entre rejas en el siglo XX.
Su primer programa universitario se fundó en 1985, cuando el país salía de su más brutal dictadura militar.
Desde entonces, el acceso a la educación ha crecido. Un estudio realizado en 2022 reveló que 17 de las 24 jurisdicciones argentinas cuentan con colaboraciones entre centros penitenciarios y universidades públicas.
Pero así como los programas educativos se expanden, también aumentan las necesidades.
Según los datos oficiales más recientes, la población carcelaria de todo el país alcanzó la cifra récord de 105.053 personas en 2022.
Esto supone un aumento del 233% respecto al número de personas encarceladas en 2002, sólo dos décadas antes.
El hacinamiento en las cárceles argentinas es habitual. También lo son las condiciones precarias, incluyendo la falta de servicios básicos, y los malos tratos.
Como era de esperar, el número de personas encarceladas que acceden a la educación superior también es relativamente bajo.
En 2022, aproximadamente el 5,5% de las mujeres y el 4,5% de los hombres declararon haber participado en programas educativos de nivel universitario.
Pero cuando Cubilla empezó a participar en la puesta en marcha del CUSAM, la universidad penitenciaria de San Martín, vio una oportunidad no sólo de mejorar la vida de sus compañeros de celda, sino también la de la propia prisión.
“Esto se trata de mucho más que de estudiar”, explica Cubilla. “Recuerdo que, cuando salía de mi celda, aprovechaba para hablar con otros presos, ver qué necesitaban. Hablar de la universidad era una excusa para fomentar mejores relaciones entre la gente de la cárcel, y contribuyó a reducir la violencia.”
Él y otras personas alojadas en la prisión de San Martín pidieron ayuda a la Universidad Nacional de San Martín para crear el CUSAM.
Bruno, uno de los profesores que participan del proyecto, explicó que decidieron ofrecer las carreras de sociología y trabajo social precisamente porque ayudan a los estudiantes a desarrollar herramientas para abordar los conflictos de otra manera.
“Acá en la universidad no vemos presos, vemos estudiantes”, dijo Bruno sobre la filosofía del CUSAM. “La idea es que, a través del aprendizaje, podamos ayudarles a desarrollar un pensamiento crítico y a convertirse en ciudadanos responsables”.
Diversos estudios también han demostrado que la educación ayuda a reducir el riesgo de reincidencia.
La Universidad de Buenos Aires, por ejemplo, encontró que el 84% de las personas que se graduaron en un programa de educación penitenciaria en 2013 no reincidieron en los años inmediatamente posteriores.
Esa tendencia también se ha documentado en Estados Unidos, uno de los países con las tasas de encarcelamiento más altas del mundo.
Una investigación de 2021 de la Bard Prison Initiative y la Universidad de Yale reveló que cuantos más créditos universitarios obtenía una persona encarcelada, menor era su tasa de reincidencia.
Para los estudiantes que obtuvieron una licenciatura, por ejemplo, la tasa de reincidencia cayó al 3,1 por ciento, muy por debajo de la tasa nacional de casi el 60 por ciento.
“Una educación universitaria tiene el poder de cambiar la trayectoria de las vidas de los estudiantes encarcelados, no sólo porque es mucho menos probable que vuelvan a prisión, sino también porque la educación abre mundos de oportunidades y posibilidades”, dijo Jessica Neptune, directora de participación nacional de la Bard Prison Initiative.
Desde que el CUSAM se fundó en 2008, Bruno calcula que al menos 1.000 estudiantes se han beneficiado de sus programas y de los recursos que ofrece. Dieciséis de sus alumnos se han graduado con títulos universitarios.
Pero las medidas de austeridad impuestas por el Presidente Milei están poniendo el futuro de muchos de estos programas en riesgo.
Profesores y profesoras del CUSAM y de otras universidades públicas dijeron que sus salarios casi no han crecido, frente a la enorme inflación que enfrenta Argentina.
Los recortes presupuestarios también están afectando la disponibilidad de material de lectura. Los estudiantes ahora comparten textos o tienen que esperar para consultar copias de los libros que necesitan en la biblioteca. Profesores como Bruno advierten que la escasez está dificultando aún más el aprendizaje en la cárcel.
Mientras Milei recorta el gasto público en un esfuerzo por frenar la deuda nacional, los críticos temen por las repercusiones a largo plazo de los recortes en programas sociales y educación pública, y sus propuestas de construir más cárceles.
Bruno cree que “la educación es la mejor política de seguridad” porque le da a la gente las herramientas necesarias para alejarse del delito.
“La gente tiene la fantasía de que cuando alguien sale de la cárcel después de 15 años viviendo en condiciones terribles y tiene antecedentes penales por otros 10 años que después de todo eso de alguna manera podrá encontrar un trabajo de oficina bien remunerado en una zona agradable de la ciudad”, dijo.
“Pero eso no es lo que pasa. En CUSAM proponemos un enfoque diferente”.
Incluso para Cubilla, la transición a la vida fuera de la cárcel después de recuperar la libertad en 2011 fue difícil.
Tras las rejas, se graduó del programa de sociología con un gran promedio y desde entonces, él mismo se convirtió en profesor de sociología y regresó a CUSAM para enseñar. Cubilla también es parte de Incarceration Nations Network, una iniciativa global para promover la educación de alto nivel para las personas encarceladas en todo el mundo.
Aun así, le resultó difícil volver a adaptarse a la vida en libertad.
“La vida había cambiado para la mayoría de nosotros. Teníamos nuevos trabajos que nos mantenían ocupados y criando hijos”, explicó Pérez. “Para Waldemar fue difícil encontrar un nuevo espacio, un nuevo rol entre todo eso”.
La inspiración, eventualmente, vino de una fuente familiar. Cubilla recuerda que un amigo se le acercó con una idea: “Te gustan los libros. ¿Por qué no abrís una biblioteca acá?
Cubilla tomó la experiencia que adquirió en el CUSAM y la aplicó a la construcción de una biblioteca comunitaria para su barrio.
“Al principio la gente pensaba que estábamos locos, pero yo sabía que la biblioteca era una buena idea. Había funcionado en la prisión e iba a funcionar acá”, dijo.
Ahora, un edificio de tres habitaciones existe en una parte del barrio donde antes solo había basura. La biblioteca se encuentra junto a un santuario al aire libre dedicado a Gauchito Gil, un héroe popular argentino que solía quitarles a los ricos para dárselo a los pobres.
Cubilla y Pérez estiman que 30 niños locales asisten a la biblioteca cada día mientras sus madres trabajan y muchos más la visitan. Ven la biblioteca, al igual que CUSAM, como una forma para ayudar a las personas a alcanzar una vida mejor.
“Al crecer, nunca tuve la oportunidad de estar cerca de una biblioteca y cuando la gente viene a la comunidad con la idea de ayudar, lo único en lo que piensan es en armar un comedor. Yo quería hacer algo más, algo diferente”, explica.
Los recortes presupuestarios del gobierno de Javier Milei también afectan a proyectos como la biblioteca popular, pero Gisela y su equipo resisten.
“No somos una biblioteca convencional, un espacio silencioso donde podés encontrar libros todos bien organizados”, dice Gisela. “Somos una biblioteca que construye comunidad, donde podés venir a aprender pero también encontrar apoyo. Estamos tratando de ofrecer alternativas a los jóvenes que la están pasando mal”.
“Las cosas son difíciles, pero hemos recorrido un largo camino. Muchos de los proyectos que hemos realizado hasta ahora se basaban en pura intuición, pero ahora tenemos experiencia”, dijo Cubilla.
“Sabemos que la educación es la mejor estrategia. Sabemos que la educación funciona”.
Esta historia fue publicada originalmente en Al-Jazeera.