Texto: Héctor Silva Ávalos
Puede ser solo una serie de ciencia ficción distópica que, a diferencia de casi todas las demás, ocurre en Buenos Aires y en español. Eso ya la hace diferente. No es lo mismo ver otra vez a los alienígenas cayendo sobre Manhattan o Londres que apreciar la invasión en las avenidas elegantes pero también muy de barrio nuestro de la capital argentina. Además, ¿hay algo mejor que oír a Soda Stéreo y a Sui Géneris en la banda sonora?
Pero esto es mucho más. El Eternauta es un cuento latinoamericano de terror en el que se cuela, a ratos, la esperanza, casi como en nuestro presente diario. La serie está basada en una historieta del argentino Héctor Germán Oesterheld, quien fue desaparecido junto a sus cuatro hijas, una de ellas embarazada, y dos yernos en la última dictadura cívico-militar de Argentina (1976-1983), publicada por entregas entre 1957 y 1959 en la revista Hora Cero Semanal. Todavía es considerada una de las obras cumbre de la narrativa visual latinoamericana.
El mérito de la serie, bajo la dirección de Bruno Stagnaro, es que la ubica en el tiempo presente y la deja fluir, sin forzarla, en todas las direcciones emocionales posibles. Cualquier persona latinoamericana puede verse en los guiños, en los personajes y en sus vivencias, más allá de la nieve asesina o los alienígenas.
En una entrevista con El País, Martín Oestherheld, el nieto del autor, dijo que El Eternauta “hablaba de lo que pasaba en Argentina en aquel momento (finales de los 50)… Pero alcanza otras variantes porque habla de dictaduras, y ese trauma nos llegó a atropellar hasta a nuestra propia familia dos décadas más tarde. O cómo los protas quieren encontrar a sus seres queridos, y eso nos transporta a los desaparecidos…”
Todo el dolor, la visualidad, de esa tragedia, no en forma de cuerpos torturados sino en la historia de los padres que buscan a su hija desaparecida en la nieve asesina que azota Buenos Aires, existe en El Eternauta. La desazón. La impotencia. La cólera. Pero también la esperanza, maldita esperanza, de encontrar. Todo está ahí en los gestos de Ricardo Darín y Carla Paterson, los actores que dan vida a la pareja que busca a sus desaparecidos. Esta historia trasciende las fronteras de los barrios porteños y la pantalla para hablarnos, aquí y ahora, de los nuevos desaparecidos y de los nuevos “brutos”, que hacen desaparecer.
Lejos de esa Buenos Aires nevada, y desde hace años, la nieve asesina también cae sobre el norte centroamericano en el que yo nací. En El Salvador y Guatemala, después de largas dictaduras tan crueles como la argentina o la chilena y tras guerras internas que dejaron unos 300,000 muertos y unos 55,000 desaparecidos, la brutalidad política ha adquirido nuevas formas. Hoy lleva muchos rostros, entre ellos los de Nayib Bukele, el presidente salvadoreño que gobierna por decreto, quien se autodenomina el “dictador cool” y domina las redes sociales, y de Consuelo Porras, una jefa fiscal guatemalteca que ha hecho del lawfare un nuevo argumento del manual contrainsurgente, ese que postula aniquilar al adversario por cualquier vía.
En El Salvador, mi país, Bukele desaparece personas en sus mega cárceles, las que promociona como centro de su política de seguridad y donde ahora sobreviven unas 110,000 personas – lo que representa la tasa de encarcelamiento más alta de occidente. Pero en El Salvador nadie sabe exeactamente quién está allí. La mayoría de los presos no han sido enjuiciados y Bukele prefiere no entrar en detalles. Tampoco quiere que lo cuestionen, algo que castiga con hostigamiento y ataques a tal nivel que casi todas las voces críticas fueron forzadas al exilio.
Mientras tanto, afuera de las cárceles, las madres buscan a sus desaparecidos, como hace 70 años lo hacían en El Eternauta. Lo explica Gladis Villatoro, una madre salvadoreña, con una sola frase: “Desde que lo capturaron no sé nada de mi hijo. Mi nieto me pregunta cuándo va a volver su papá, yo le digo que pronto, pero él me dice ‘abuela, usted es una mentirosa’, mi papá nunca vuelve. Gladis no ha visto a su hijo, William Díaz, desde que el régimen de Bukele lo arrestó el 3 de diciembre de 2022.