Texto: Josefina Salomón Fotos: Patricio A. Cabezas y Leonardo Fernández
Marianela Abasto, 24, nunca había ido a un comedor comunitario. Ahora está sentada en una silla en la esquina del patio de uno, comiendo un guiso de ravioles de un contenedor de plástico descartable. Su hija, Alma, de cuatro años, ha terminado de comer y ahora juega cerca. Las dos esperan a que Saúl, 36, su pareja y el padre de Alma, termine de ducharse. Es una tarde de noviembre inusualmente cálida en Buenos Aires. Marianela parece agotada.
Hasta hace poco, la joven familia vivía en el barrio Padre Mujica, uno de los barrios populares más grandes de la capital argentina. Saúl, electricista, ganaba lo justo para pagar el alquiler y la comida, mientras Marianela cubría el resto con algunos trabajos y ayudas sociales. Pero hace dos meses, el alquiler que pagaban se fue de 90.000 a 150.000 pesos, haciéndolo imposible. Desde entonces, y sin familia que les ayude, viven en la calle y pasan sus días buscando trabajo –Saúl lleva sus herramientas en una pequeña mochila negra–, recogiendo cartones para vender y pidiendo sobras en restaurantes. Cada tanto reúnen el dinero suficiente para pagar una noche en un hotel, para ducharse y descansar, o vienen a lugares como este.
“Esto es muy duro. Antes teníamos una casa, teníamos acceso a subsidios, pero ellos (el gobierno) de repente nos quitaron todo. No sé qué vamos a hacer”, cuenta Marianela, con una mezcla de tristeza y resignación en su rostro.
Su historia es trágicamente común en este gran comedor comunitario situado detrás de la estación de tren de Constitución, una de las puertas de entrada a la capital argentina.
Fuera del edificio, una larga fila de personas con recipientes de todo tipo espera bajo el inusual sol abrasador de noviembre. Hay mujeres con niños pequeños en brazos, jubilados y adolescentes. Es mediodía y algunos han llegado a las 7 de la mañana para asegurarse un sitio.
“Este año ha sido un desastre, nadie tiene plata”, dice Inés Fernández, de 80 años. Vive con su hija y su nieta en una habitación de una pensión en Lanús, a una hora en autobús de aquí, y todos los días se desplaza a la emblemática Plaza de Mayo, frente al palacio de gobierno, para vender pañuelos descartables e intentar llegar a fin de mes. “El año pasado con mi hija hacíamos unas ensaladas con lechuga, tomate y zanahoria. Comprábamos un kilo de tomate para cada ensalada grande, ahora apenas podemos poner uno, la plata no alcanza”.
A su alrededor, la gente espera pacientemente a que la llamen, en grupos de 15, para llenar sus recipientes. “Hay demasiada gente para cualquier otro sistema”, explica Laura Gotte, 50, una de las coordinadoras. Su objetivo es alimentar a todas las personas que llegan.
En el último año, la tasa de pobreza en Argentina se ha disparado hasta alcanzar casi 53% según cifras oficiales. El nivel de pobreza e indigencia es de los más altos de los últimos 20 años, según datos de un equipo de investigación de la Universidad Católica Argentina (UCA), que lleva años realizando un seguimiento de los principales indicadores económicos.
El ultraderechista Javier Milei asumió el poder en diciembre pasado con la promesa de arreglar la economía argentina, que estaba en terapia intensiva, y la colosal inflación mediante la aplicación de una política de choque que combinaba una devaluación radical del peso y recortes drásticos al gasto público, incluidos a los subsidios al transporte, la educación pública y los programas sociales.
Casi un año después, insiste en que ha vuelto a encarrilar la economía, con la inflación mensual más baja de los últimos tres años y las cuentas del gasto público equilibradas. Sin embargo, aunque el apoyo público sigue siendo relativamente alto, el coste humano de las nuevas políticas ha sido devastador.
La actividad económica se ha disminuido, las ventas en los supermercados han bajado y el desempleo ha aumentado. Las tarifas de electricidad y gas se han disparado, al igual que los alquileres, que aumentan cada tres meses.
Los pocos subsidios que el gobierno mantuvo se han visto superados por la inflación.
Eduardo Donza, uno de los expertos detrás del estudio de la UCA, dice que la pobreza en Argentina no es nueva -con una tasa que históricamente ronda el 25%-, pero advierte que entre quienes cayeron por debajo de la línea de pobreza en el último año hay gente con trabajo y hasta con estudios.
“El panorama es desafiante,” dice Donza. “El gobierno cree que arreglando las variables macroeconómicas puede arreglar la economía en general, pero eso no funciona necesariamente en la práctica. El Gobierno tenía que tomar varias medidas, pero pensó que la economía iba a mejorar automáticamente, y eso no está ocurriendo. Lo que necesitamos son políticas y medidas a largo plazo para desarrollar la industria argentina a largo plazo”.
El comedor social de Constitución está gestionado por la UTEP, la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular, que representan cerca de la mitad de la economía argentina.
El edificio alberga una cocina al aire libre, una peluquería y duchas. Una enfermera y trabajadores sociales ayudan a la gente con cualquier tipo de trámites, desde documentos de identidad a búsquedas laborales y de subsidios. Hay un espacio para mujeres que han sobrevivido violencia y que no tienen adónde ir. Por la noche, gestionan una guardería y un comedor social para los hijos de los recicladores urbanos.
Comedores como éste luchan por mantenerse abiertos desde que el gobierno de Milei dejó de enviar productos tras tomar posesión en diciembre y acusar a las organizaciones sociales de corrupción, algo que no han podido demostrar. En febrero, la UTEP y el CELS demandaron al gobierno nacional para que le obligara a entregar los alimentos que estaban retenidos en almacenes. Desde entonces, el gobierno ha apelado a varios fallos en favor de los comedores comunitarios.
Sin la ayuda del gobierno federal, los comedores dependen del apoyo de los gobiernos locales y de las donaciones de particulares para satisfacer la abrumadora demanda.
“El año pasado solíamos hacer 13 ollas grandes tres veces a la semana, ahora cocinamos 23 ollas grandes y todavía no alcanza”, dice Laura, quien desde el comienzo de la pandemia trabaja en el comedor de Constitución todos los días. “Encontrar donaciones es muy difícil, tenemos que hacer magia para cocinar para más gente con la misma cantidad de ingredientes. Esto se siente peor que durante la pandemia”.
Muchas mujeres como Laura, que han estado al frente de la respuesta a la recesión económica en Argentina, han sido atacadas y acosadas públicamente por criticar al gobierno.
Fernanda Miño, 49, líder comunitaria de La Cava, un barrio popular en el Gran Buenos Aires, es otra de ellas. Antes de que Milei asumiera su cargo, Miño estaba al frente de un programa federal para mejorar la infraestructura en barrios populares. Las obras, que incluían la construcción de viviendas, pavimentación de calles y la instalación de agua, electricidad y alcantarillado, estaban financiadas por el gobierno federal y organizaciones internacionales y empleaban a cooperativas locales para llevarlas a cabo, generando puestos de trabajo. La financiación se cortó después de que Milei acusara a Miño de corrupción a principios de año; aunque una investigación oficial no ha encontrado irregularidades. En octubre, policías entraron violentamente en la casa de Miño, supuestamente en busca de un vehículo robado. Miño afirma que esto forma parte del hostigamiento al que está siendo sometida.
“Hay una demonización de las organizaciones sociales y de las mujeres en particular”, dice Miño, mientras conversamos en el living de su casa de La Cava. “Nos atacan por ser mujeres y por ser pobres. Me molesta que piensen que por ser mujeres de los barrios no podemos hacer otra cosa que revolver una olla popular, que no podemos liderar proyectos”.
Nacida a pocas manzanas de donde vive ahora, Miño creció en una familia grande. A los 13 años empezó a limpiar casas para ayudar a su familia y pagarse los estudios de magisterio. Después de tener a sus dos primeras hijas, Miño y su pareja empezaron a prestar más atención a las necesidades de los jóvenes de la zona. En 2010 abrieron un espacio en el patio de su casa para que los chicos del barrio pudieran hacer la tarea de la escuela, jugar y merendar.
“Con el tiempo nos dimos cuenta de que una merienda y un libro no eran suficientes si cuando los chicos volvían a casa no tenían agua corriente ni alcantarillado. Había una gran necesidad de cambios profundos”, explica. “Y esos cambios tienen que venir de la gente que vive en los barrios. Una persona de fuera no puede entender lo que necesitamos de la misma manera”.
Miño está frustrada. Dice que desde la organizaciones sienten que después de haber logrado avances en muchas áreas, la sensación es la de estar volviendo al punto de partida.
“Algunas personas volvieron a comer una vez al día o que solo los chicos coman. No podes pensar en avanzar en la vida cuando tenes el estómago vacío”, explica.
Cuando el gobierno dejó de enviar comida a los comedores, la Ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello, dijo que ayudaría individualmente a la gente que pasaba hambre. Quienes lideran las organizaciones dicen que un sistema centrado en personas individualmente es poco práctico. En cambio, argumentan que las cooperativas son una mejor forma de utilizar los recursos limitados y mantenerlos dentro de las comunidades.
En muchos barrios marginales como La Cava, las cooperativas locales se encargan de limpiar las calles, recoger la basura y mantener las conexiones eléctricas de zonas donde los servicios del Estado no llegan.
“Recibir ayuda individualmente, un poco cada uno, no funciona. Lo que funciona es cuando nos organizamos y, juntas, hacemos el trabajo que nuestra comunidad necesita y en lugares donde nunca llega ningún gobierno”, dice Daiana Aquino, de 32 años y madre de un niño. Aquino trabaja como parte de un equipo de mujeres que limpian el barrio y recogen la basura de lunes a viernes. Todas reciben un subsidio del gobierno que equivale a menos de un salario mínimo. Ahora apenas sobreviven.
Mónica Troncoso, 46, líderesa de La Poderosa, un movimiento nacional formado por personas que viven en barrios populares y que organizan talleres y eventos para jóvenes, casas de acogida para mujeres en situación de riesgo, una revista y comedores, está de acuerdo.
Nacida a un par de manzanas de donde nos sentamos, en el barrio Fátima al sur de la Ciudad de Buenos Aires, Troncoso creció en medio de la hiperinflación de finales de los años ochenta. Trabajó limpiando casas mientras estudiaba para ser técnica electromecánica. Cuando la economía argentina volvió a hundirse en 2001, Troncoso, que para entonces tenía dos hijos pequeños, se juntó con otras madres del barrio para compartir recursos y tareas de cuidado en un intento de llegar a fin de mes. El modelo de cooperativa perduró cuando la crisis remitió. Descubrió su pasión por la repostería y se unió a uno de los comedores de La Poderosa.
Mónica habla mientras tres mujeres a su alrededor preparan el almuerzo para unas 350 personas en dos grandes ollas. Utilizan leña para cocinar, para ahorrar dinero de la factura del gas, que es uno de los servicios que más aumentó en 2024.
“Algunos dicen que lo peor ya pasó, pero yo no creo que lo peor haya pasado. Cada vez vemos más gente pidiendo comida, las filas en los comedores son cada vez más largas. Es que a la gente, aunque tenga trabajo, no les alcanza”, explica Mónica.
“Siento que nosotras estamos continuamente tapando huecos y agujeros de que va dejando este gobierno. Necesitamos plantearnos cómo queremos vivir en un sistema que sea un poco más humano, en el sentido de que realmente se respeten los derechos humanos”.
Encontrar trabajo o ayuda es difícil para la mayoría de la gente en Argentina, pero para quienes pasaron tiempo en la cárcel, muchos de quienes vivían en situaciones de pobreza y marginalidad, las cosas son infinitamente más difíciles.
Esquina Libertad, es una cooperativa formada por personas que pasaron tiempo en prisión y sus familiares. Desde 2010 dirigen una agencia de prensa, editorial y de comunicación y ofrecen puestos de trabajo que ofrecen una alternativa al delito. En la actualidad participan en el proyecto unas 500 personas y colaboran estrechamente con los programas de Universidades públicas que se imparten en las prisiones.
Ayelén Stoker, 35, una de las fundadoras de Esquina Libertad, dice que una mezcla de recortes en la financiación pública y un descenso en el número de clientes que la cooperativa tiene ha puesto en peligro el proyecto, aunque las agencias del estado, cada vez con menos presupuesto, les siguen derivando casos.
“Es muy difícil pensar en el mañana. El reto ahora es resolver las cosas día a día. El problema es que eso nos impide trabajar en las cuestiones estructurales que Argentina necesita para avanzar”, dice.
Una de ellas es la educación pública, otra de las áreas que ha sufrido recortes bajo la gestión de Javier Milei.
“La educación es esencial para la gente que está en la cárcel y el trabajo cuando sale. Veo una gran diferencia cuando veo a alguien que vive la cárcel con y sin educación, debemos seguir invirtiendo en eso”.
De vuelta en el comedor de Constitución, Laura sonríe, a pesar de todo. Dice que el único camino es seguir adelante. Detenerse no es una opción.
“Este Gobierno quiere que la gente sólo piense en sí misma, que se salve, pero nosotros pensamos que la única forma de avanzar es trabajando juntos. Juntos siempre somos más fuertes”.
Una versión en inglés de este artículo fue publicada en Al-Jazeera.